El cuento que sigue fue publicado en un cd de literatura antioqueña de la empresa Viztaz (www.viztaz.com.co) como selección de un concurso de cuento desarrollado en el año 2004.


 

AL FONDO  DEL CALLEJÓN


Como le estaba diciendo, él y yo fuimos los únicos que presenciamos los acontecimientos; por lo tanto,  después de su desaparición, sólo queda aquí un testigo del  hecho que, por supuesto, es quien le habla.
 
Mi amigo era un buen pintor, aunque sin muchas pretensiones.  Vivía en el extremo de aquel callejón, frente a esa casona que hoy es conocida como “la casa abandonada”.  Era extraño el tipo, como verá. De andar lento y figura delgada, casi siempre vestía un overol manchado y una cachucha con visera  hacia atrás; con su infaltable cigarrillo y sus pasos suaves parecía caminar flotando en el aire. No recuerdo exactamente cuándo ni cómo apareció por el pueblo. Digamos que llegó un día cualquiera y se instaló con su taller. Desde entonces fue como parte del paisaje. Nunca le gustó hablar de su pasado.  Cuando se le preguntaba algo al respecto siempre cambiaba de tema. Jamás se supo de qué derivaba su sustento, pues aunque pintaba muy bien, yo nunca me enteré de alguien que le hubiera comprado uno de sus cuadros. Unos pocos que adornaban las paredes de algunas casas habían sido obsequios suyos como agradecimiento por  favores recibidos. “De cualquier cosa se muere éste, menos de estrés.” Comentaba un amigo que teníamos en común. Pero su desaparición fue  lo más misterioso. Sin embargo, ese será tema para más adelante, porque ahora quiero centrarme en el hecho que a usted le interesa.

     Esa noche, después de departir y jugar al billar un rato con los amigos, y después de haber bebido unas cuantas cervezas, nos dirigíamos a su casa, pues él quería enseñarme sus últimas creaciones.  Me gustaba mucho su arte, no porque fuera mi amigo, sino porque pintaba cuadros vivos, cosa que sólo logran los artistas verdaderos.  La noche era demasiado oscura debido a que no había luna y la luz eléctrica no se conocía por entonces en estas callejuelas abandonadas.  Algunas luciérnagas que revoloteaban, y el concierto de grillos y ranas acompañando un viento frío que silbaba en los arbustos, daban a la noche un aire siniestro. 

Cuando llegábamos a su humilde vivienda nos llamaron la atención unos extraños gritos que provenían de la casona ubicada al fondo del callejón. Nos dirigimos hacia ella sorprendidos, pues desde hacía mucho tiempo no se escuchaba nada en aquella casa que, a pesar de sus dos ocupantes, tenía un aspecto de total abandono. A medida que avanzábamos con pasos rápidos, pero vacilantes, los gritos se hacían  más perceptibles, eran, sin duda, los gritos de una mujer.  A pesar de lo corto del trayecto, muchas ideas pasaron por mi mente en esos instantes.  ¿Había entrado algún asaltante a la casa y estaría maltratando a  la mujer? ¿O sería acaso su propio compañero el que la maltrataba?  ¿Sería simplemente que se quejaba de alguna dolencia?  Qué habría sido del hombre, pues los gritos correspondían a una voz femenina.

     Asustado, pero con el deseo de saber lo que pasaba y de ayudar en algo si era necesario, acompañé a mi amigo hasta la puerta de la vieja casona.  Los gritos de la mujer se habían tornado en lamentos. Ya no eran gritos desgarrados como los que habíamos escuchado momentos  antes.  Llamamos a la puerta golpeando con las palmas de las manos, pero no obtuvimos ninguna respuesta.  Insistimos luego llamando a gritos, pero los lamentos persistían y la puerta permanecía más cerrada que nunca.  Con una mirada nos pusimos de acuerdo y decidimos tratar de forzarla.  No pudimos lograrlo sólo con nuestras fuerzas, pero ante lo angustioso de la situación, decidimos tomar una piedra grande que había en la calle y golpeamos fuertemente la puerta con ella hasta que cedió la cerradura.  Entramos apresurada y cautelosamente en la sala donde sólo había una vieja mesa de madera, unas cuantas butacas al parecer del mismo material y un pequeño cuadro en la pared en el que, debido al polvo y las telarañas, era difícil  percibir exactamente lo que había plasmado.

Entramos a la habitación de donde provenían los lamentos y encontramos a la mujer sentada sobre una cama vieja y polvorienta.  Su figura parecía hacer parte de aquel cuadro de deprimente deterioro. Su cabello cano descuidado, su ropa vieja, su piel seca y arrugada en exceso, su flacura extrema, su mirada distante e indiferente daban la impresión de un ser de otro mundo. Continuó impávida ante nuestra presencia, sus lamentos persistieron, parecía no escuchar nuestras preguntas, ni notar siquiera nuestra presencia; sin embargo, nos dimos cuenta de lo contrario cuando mi amigo el pintor intentó tomarla por el brazo y ella lo esquivó maquinalmente. Entonces él le susurró casi al oído unas palabras que me llamaron mucho la atención, pero sobre las cuales jamás me atreví a preguntarle: “Tranquila... tranquila... yo la entiendo”.

     Creímos entonces prudente dejarla en su sitio con sus lamentos y decidimos dar una vuelta por la casa en busca del hombre, o de cualquier indicio, pero sólo encontramos algunos baúles cerrados, más polvo y más telarañas y unos cuantos murciélagos que revoloteaban a nuestro paso.  Regresamos entonces a la habitación donde la mujer continuaba con sus lamentos, y le pregunté a mi amigo por el señor que allí habitaba y si yo lo habría visto alguna vez.  Trató de describírmelo inútilmente, entonces sacó un carboncillo que siempre llevaba en su chaqueta y comenzó a dibujarme su rostro sobre la pared.  Cuando sus rasgos principales estaban delineados, inmediatamente recordé el rostro de aquel hombre.  Había llegado al pueblo hacía unos veinte años, sin saberse de donde ni con qué intensiones.

Llegó en compañía de esa mujer, y sin hablar mucho se alojaron esa noche en el pequeño y único hotel de este pueblo.  Al otro día averiguaron por la casona que estaba abandonada al fondo del callejón, y como no encontraron respuesta, decidieron habitarla mientras aparecía el dueño para comprársela, según dijeron.  Desde entonces vivían allí encerrados y sólo se les veía algunas veces,  cuando salían a comprar algo en la tienda  cercana.  De sus actividades y  su vida privada, nadie sabía nada. Todo en torno de ellos era un misterio.  Los chismes, las conjeturas y los comentarios acerca de  su vida proliferaban. Sus salidas se volvieron cada vez más esporádicas, hasta que ya no volvió a vérseles más.  La casa permaneció cerrada.  El pueblo se fue olvidando de su existencia y la casa abandonada terminó siendo otra vez, la casa abandonada, hasta aquella noche en que los gritos de la mujer llamaron nuestra atención.

Debido a nuestra impotencia nos marchamos sin tener cuidado de borrar el rostro del hombre que mi amigo el pintor había dibujado en la pared. La mujer continuó sentada sobre su cama, apoyándose también sobre ella con sus manos huesudas, y sin detener sus profundos  lamentos.

Algún tiempo después, venciendo nuestro temor y envalentonados por algunas copas de aguardiente, regresamos a la casona y nos encontramos con un espectáculo aterrador:  En el sitio donde había quedado el dibujo, había una hendidura profunda en la tapia a manera de nicho y en el fondo se veía el rostro angustiado del hombre como si estuviera vivo, con una marcada expresión de terror, lanzando intensos lamentos, mientras que en la cama continuaba la mujer, ahora acostada, quejándose angustiosamente cubierta de una gruesa capa de polvo y telarañas. Parecía una momia viviente.  Decidimos, aterrorizados, clausurar la casa para siempre, y también nuestras bocas y guardar con nosotros el secreto, pero..., dígame como se enteró usted de esos  hechos.

Bueno..., no es necesario que me responda.  Además no se por qué le cuento estas cosas a usted.  Debe ser porque a pesar de ser  extraño me inspira confianza.  No creo que sea por el efecto del aguardiente, pues aunque me he tomado casi toda la  botella solo ya que usted no ha querido ni probarlo, me considero ducho en estas lides y, por fuerte que sea este bendito licor, no ha podido hasta ahora arrancarme palabra alguna en contra de mi voluntad. ¡Ah!, pero déjeme que le cuente como fue la desaparición de mi amigo el pintor, ya que he estado notando cierta ansiedad en su rostro ¡Maldita manía la que tengo de estar dejando siempre las cosas en suspenso!  Ese día mi amigo no salió al parque como de costumbre a tomarse el tinto de rigor en este kiosco en el que estamos sentados ahora. Al notar su ausencia, decidí ir a su casa para saber qué sucedía, empujé la puerta que siempre permanecía sin cerrojo, y abusando de la confianza que siempre me brindaba, entre al saloncito que le servía de estudio.  En el caballete había un cuadro inconcluso en el que se veía algo así como una figura proyectando una larga sombra. En la parte del lienzo que estaba aún sin pintar se leía con dificultad por lo descuidado de los trazos una frase que decía: “Llegará el tiempo de terminarlo...” Pensé que era una excentricidad más de mi amigo y entré a su cuarto para hacerle una chanza al respecto, pero la visión que me encontré me hizo retroceder de improviso.  El pintor yacía libido y totalmente quieto sobre su cama. Corrí entonces a llamar apresuradamente al único médico de este pueblo quien diagnosticó la muerte del paciente, pero no la causa de la misma. Nos reunimos entonces sus compañeros de bohemia y de billar para velarlo por esa noche y esperar al otro día para ver cómo lo enterrábamos, pues no tenía allí ni familiares ni fortuna alguna. Fue más o menos a media noche cuando ya pasados de copas decidimos destapar el cuerpo que había sido cubierto con una sábana blanca por el médico, y encontramos sorprendidos que en su lugar había un rollo de cobijas bajo la sábana. Vinieron entonces las conjeturas.  Que era una chanza de alguno de nosotros que había escondido el cadáver, que se lo habían robado para extraerle los dientes que eran de oro, que había sido una patraña de él para reírse de sus amigos.  Lo cierto es que el médico se reafirmó en su diagnóstico de que el hombre estaba totalmente muerto cuando lo examinó.  Decidimos dejar pasar el tiempo para ver cómo evolucionaban los acontecimientos, pero hasta el momento no se sabe nada del pintor. Su casa y sus cuadros fueron quemados en su totalidad, porque en este pueblo preferimos borrar todo indicio de lo que de alguna forma interrumpa la calma en que aquí vivimos. Pero... cuénteme que ya he hablado mucho y es mi turno de escuchar. ¿Que lo ha traído por estas tierras? 
Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en su rostro. Enmarcando una terrible palidez que hasta el momento no le había notado, me pareció ver dibujarse unas facciones con cierto parecido al  rostro que delineara mi amigo el pintor sobre la pared del cuarto donde yacía la momia viviente. En  esos momentos fuimos interrumpidos por una mujer que se fue acercando con  paso lento y casi arrastrando un par de maletas un poco anticuadas. Tomó al forastero por el brazo y ambos dirigieron sus pasos hacia el callejón.  Antes de alejarse considerablemente, el hombre, deteniendo sus pasos mientras la mujer lo instaba a continuar, me dirigió una mirada profunda y me expresó con una voz grave que todavía me retumba en el oído: “Ella es mi esposa que estaba entregando el cuarto en el hotel, pues decidimos mudarnos a la vieja casona, mientras aparece su dueño, ya que estamos interesados en adquirirla”. En esos momentos, su mujer volteó a mirarme y, sorprendido, me pareció que no era la primera vez que veía ese rostro.

Pero bueno, ahora si no estoy seguro si es por el aguardiente, pero terminé contándole también a usted la historia que un día prometí,  sobre el “cadáver” de mi amigo el pintor, no contar  jamás a  nadie.  A propósito, no se si será por la misma causa que su rostro se me hace tan  parecido al de mi amigo el pintor.                     


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